La Fuente de la Fama

Un día en Valladolid

Después de una noche de espadas y conspiraciones reales en el siglo XVII, tocaba disfrutar del sábado. La primera sorpresa que me llevé al levantarme (y cierto disgusto también) fue que Alberto dijo que el coche se quedaba en casa y que nos iríamos en autobús a Valladolid. “Vaya, si luego nos liamos, ya verás, después de estar todo el día por ahí”, me dije. Menos mal que se me pasó un poco el disgusto tras ver el desayuno que nos tenía preparado. Una hogaza de pan más grande que mi pecho (y mira que soy grande), jamón, café caliente recién hecho, y un queso de oveja que me hizo la boca agua. “Esto es para que cojas fuerzas, que seguro que en Madrid no andas nada”, lo que hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda entre las risas de Alberto y Juan.

La verdad es que la decepción por el viaje se pasó rápido: íbamos tranquilamente sentados y hablando de nuestras cosas, así que en poco más de 40 minutos estábamos en la Estación de Autobuses, en pleno centro de Valladolid. “Y ahora, chicos, a andar, que hace mucho que no lo hacemos”. Vaya si andamos. Nada más salir nos llevó al Campo Grande, un espacio de naturaleza, con su estanque, la Fuente de la Fama o los pavos reales, lo que me recordó que tenía que volver a correr un poco por el Retiro.

Vimos Caballería por fuera, con su color tan característico, y de ahí a tomar un vino a la Plaza Mayor. Bueno, a la zona de la Plaza. Bueno, un vino, no, un par de ellos, ya que por allí se estila mucho el entrar y salir de los sitios, y acompañar el vino con una buena tapa, y buen vino, claro, que por allí no sólo hay Ribera; descubrí el Cigales, un rosado afrutado y suave, y el verdejo de Rueda, que había probado hace años y que no recordaba tan bueno.

Pero eso era para abrir el apetito, porque nos sentamos en el restaurante y nos dispusimos a comer uno de los mejores pescados que he comido nunca, ¡si estaba casi vivo! Sobremesa, un buen gintonic muy bien preparado (y a un precio que no lo encuentras en Madrid ni en una tasca de barrio) y otro paseo.

Esta vez la zona de la Universidad, la Antigua, los alrededores de la Catedral, y el Palacio de Santa Cruz. Cuántas maravillas que me estaba enseñando Alberto. Pero ya llegaba la hora de irse. “Vamos, que perdemos el autobús y mañana hay que volver, que aún no lo habéis visto todo”, lo que hizo que me preguntara qué sorpresa nos tendría preparada al día siguiente Alberto…Después de una noche de espadas y conspiraciones reales en el siglo XVII, tocaba disfrutar del sábado. La primera sorpresa que me llevé al levantarme (y cierto disgusto también) fue que Alberto dijo que el coche se quedaba en casa y que nos iríamos en autobús. “Vaya, si luego nos liamos, ya verás, después de estar todo el día por ahí”, me dije. Menos mal que se me pasó un poco el disgusto tras ver el desayuno que nos tenía preparado. Una hogaza de pan más grande que mi pecho (y mira que soy grande), jamón, café caliente recién hecho, y un queso de oveja que hizo que salivara. “Esto es para que cojas fuerzas, que seguro que en Madrid no andas nada”, lo que hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda entre las risas de Alberto y Juan.

La verdad es que la decepción por el viaje se pasó rápido: íbamos tranquilamente sentados y hablando de nuestras cosas, así que en poco más de 40 minutos estábamos en la Estación de Autobuses, en pleno centro de Valladolid. “Y ahora, chicos, a andar, que hace mucho que no lo hacemos”. Vaya si andamos. Nada más salir nos llevó al Campo Grande, a disfrutar de un paseo por la naturaleza, lo que me recordó que tenía que volver a correr un poco  por el Retiro. Vimos Caballería por fuera, y de ahí a tomar un vino a la Plaza Mayor. Bueno, a la zona de la Plaza. Bueno, un vino, no, un par de ellos, ya que por allí se estila mucho el entrar y salir de los sitios, y acompañar el vino con una buena tapa, y de buena calidad. Pero eso era para abrir el apetito, porque nos sentamos en el restaurante y nos dispusimos a comer uno de los mejores pescados que he comido nunca, ¡si estaba casi vivo! Sobremesa, un buen gintonic bien preparado (y a un precio que no lo encuentras en Madrid ni en una tasca de barrio) y otro paseo. Esta vez la zona de la Universidad, la Antigua, las callejuelas alrededor de la Catedral, y el Palacio de Santa Cruz. Cuántas maravillas que me estaba enseñando Alberto. Pero lo mejor estaba por venir, porque nos teníamos que volver a casa a descansar… Apenas quince minutos después estábamos otra vez en la estación de autobuses y de vuelta a Olmedo…

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