No fue hasta que el autobús se puso en marcha que empezó a llorar. Había aguantado, tragando saliva y respirando hondo. No quería hacer más dura la despedida y menos aún quería darle pie a ella para llorar en ese momento que sabía recordaría durante años. No no podía ser, tocaba volver. Ya habíamos retrasado la separación demasiado tiempo. Habías agotado todas las excusas para retrasar el viaje de retorno. Lo sabían desde el principio, países diferentes, vidas diferentes. Eran agua y aceite. Pero a ninguno le importó. Se fueron metiendo poco a poco, como un juego, como unos fuegos artificiales en aquel verano lejano. Pero se quemaron. Cuando se dieron cuenta se les había ido de las manos y había dejado de ser algo divertido y pasajero para convertirse en algo que les acompañaría toda la vida. Aún hoy él no puede evitar un nudo en la garganta cada vez que un autobús inicia su marcha. Es como si le arrancaran un trozo de su corazón y la ve a ella a través del cristal con esos ojos enormes y expresivos. Entre sorprendida y asustada, sin saber si su lugar estaba arriba del autobús con él o abajo despidiéndole. Ella vio como se alejaba y aquel autobús que tanto llevaba dentro se iba haciendo pequeño y pequeño, como pasará con la memoria pensó. Pero se equivocaba. Al pasar los años la memoria no se hizo más pequeña sino que se hizo inmensa, inmensa y etérea. Sï quizás ya no recordaba los detalles como antes pero al haberse metido tan dentro había crecido con ella como todo su ser. Porque aquella historia era tan parte de ella que no podría separarla de su propio ser. Lo mismo le pasó a él. Siguió viajando y viajando, buscando y buscando pero aquella despedida y aquel autobús fueron para siempre un sentimiento que le acompaño siempre.