A la abuela nunca le gustó demasiado viajar en coche. Como que no se fiaba. Aunque nunca había conducido no podía dejar de dar instrucciones y alertas. Cuidado con esto, cuidado con lo otro, no corras etc. etc. Ella veía el automóvil como algo un poco antinatural. Un artefacto al que el ser humano no acababa de controlar. No no le parecía seguro. De hecho ni los taxis le gustaron nunca demasiado. Cuando se hizo mayor seguía viajando por Zaragoza en autobús, con sol, lluvia o cierzo era su medio de transporte para ir a ver a sus hijas y nietos. Cuando se trataba de ir al pueblo a Almudevar tampoco había dudas. Iba en autobús. Si la querías llevar a la estación de autobuses pues vale pero a partir de ahí ella tenía su independencia. Decía que el viaje se le pasaba volando recordando tantas y tantas veces en que había vuelto al pueblo desde que salió de allí siendo una chiquilla. Era la posguerra y en la carretera hacia Huesca aún era fácil ver restos de batallas en uno de los frentes que más duro fue. Luego contaba todo cambió, se modernizaron las carreteras y los coches lo llenaron todo. Su viaje empezó a durar menos, a ser más cómodo pero la esencia variaba poco. La ilusión del reencuentro con la familia al ir, la desazón al volver. Eso sí cargada de chorizos, patatas, lo que fuera. Porque en eso nunca le pusieron problema en el autobús y es que los conductores también sabían que como se come en el pueblo no se come en la ciudad. Poco a poco los años y la edad fueron creando un abismo y la familia del pueblo fue desapareciendo, la familia de Zaragoza donde había ido a servir fue sirviendo de cobijo hasta que ella creo la suya propia. Pero siempre, siempre conservó ese gusto por la independencia, por ir y venir sola, porque en eso el autobús fue siempre su cómplice.