Cuando estaba quería irse y cuando se iba quería volver. Esa era su maldición. Como la del holandés errante que vagaba sin tener un lugar fijo. El seguís sin saber cual era su lugar en el mundo. Había un desasosiego, un ansia de vivir, un ansia de encontrar algo fuera. Difícil tarea cuando apenas sabía que es lo que era él mismo por dentro. Quéría viajar y viajar como si el propio viaje le calmara esa angustia. Quería seguir moviendose porque sentiá que al pararse se hundia en un barro oscuro que lo atrapaba. Como no tenía mucho dinero empezó a viajar en autobús, de un lado para otro sin destino fijo. Los de la estación ya le conocían o al menos eso es lo que él pensaba. Pensarán que soy un vagabundo, un traficante, un proscrito. Esa posibilidad casi le gustaba. O tal vez no pensaran nada. Tal vez solo le veían como una sombra más que vagaba por la estación sur de autobuses. Eran tantas las sobras que vagaban por allí que dificilmente nadie se hubiera fijado en él. Pero ese anonimato a él le gustaba. Era su libertad; en casa, en el barrio, en el instituto no era anónimo sabían quien era y eso le quitaba libertad. Pero cuando llegaba el viernes y llegaba a la estación sur de autobuses a coger un autobús a cualquier parte entonces era libre de verdad. Porque era en el último momento en el que se decidía y era una decisión única, irrepetible, algo sobre lo que no debía dar cuentas ni explicaciones a nadie. Era su momento cumbre de libertad ese en el que decia al señor de la taquilla “por favor, me da un billete de autobus a……”