Ya habíamos pasado el parque eólico cerca de Motilla, campos de gigantes que hasta el hidalgo Alonso Quijano hubiera temido, sin atreverse a atacarlos. El autocar paró en la zona de reposo, la misma desde que mi memoria alcanza, los viajeros bajaron al baño, a estirar las piernas, a tomar un café, a fumar un cigarro… ¡para lo que quedaba de viaje!, prefería quedarme en el autocar y dormitar un rato.
Cuando hace años viajaba al comienzo de los periodos vacacionales en la facultad, esa era la frontera que unía mi vida de estudiante en Madrid con mi infancia en Valencia.
Al cerrar los ojos volví a la calle Ruzafa y a las mañanas de los domingos de mayo, cuando iba de la mano de mi padre a comprar el periódico. –Papi, ¿me compras un bollo?- le preguntaba, casi por costumbre, al pasar cada domingo por la pastelería y conociendo de antemano su negativa: -no puede ser, si comes ahora un dulce, después no querrás comer y mamá se enfadará con nosotros-. Y de nuevo mi insistencia hasta que conseguía que entráramos y accediera a comprar pasteles. -Pero son para la merienda ¿entendido?- decía mientras rodeaba mi cara con sus manos y depositaba un beso en mis mejillas.
El calor del sol en el cristal de la ventanilla y el dúctil zarandeo al bajar las pendientes, que en la nueva autovía ya apenas se aprecian, me adormecen mientras atravesamos las cuestas de Contreras; quedan menos de dos horas para rescatar mi memoria.. Acercándote has susurrado en mi oído creyendo que aún dormía, -cielo, el embalse-. Me ha despertado tu sonrisa acompañada por el sabor dulce de tus labios, y el olor lejano de vainilla y canela.
Y entonces pienso que la felicidad es esto, un beso con sabor a recuerdo, un olor que recuerda un beso.
Paloma del Palacio.
