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Un fin de semana en Valladolid

Siempre me había llamado la atención Valladolid. Tenía varios amigos viviendo allí, que me habían invitado a ir y siempre que coincidíamos por negocios o placer en Madrid me lo decían. “Vente, que te lo vas a pasar muy bien, ya verás cómo no es una ciudad como te la imaginas”.

Tras varios años viviendo en Madrid, la verdad es que se me empezaba a quedar pequeña la ciudad. Ya me había visto El Prado, El Reina Sofía, El Thyssen, había entrado en la Biblioteca Nacional, me había paseado de mirón por la Milla de Oro (con algún caprichillo), me había recorrido prácticamente todos los bares de La Latina, ido de fiesta (hace unos años eso sí, que uno ya peina canas) incluso por las discotecas de la capital y me costaba encontrar algo que hacer los fines de semana, ya que después de semanas estresantes de trabajo, sólo me apetecía quedarme en casa.

Por eso, al final, me lié la manta a la cabeza y le dije a Alberto, mi compañero de andanzas de la carrera que estaba allí trabajando, que iría en dos semanas a verle. El problema estaba que en Alberto vivía en un pueblo de Valladolid, Olmedo, y no había tren directo hasta allí, así que a viajar en autobús. Al principio casi me arrepiento, pero dije, “qué narices, si hace años que no viajo en autobús”, así que me puse a buscar el viaje y encontré uno que me dejaba allí. Hay que reconocer que entre aviones y trenes por negocios viajaba mucho y no echaba de menos esos días de la Universidad en la que viajaba desde Zaragoza a Barcelona incómodo, pero me armé de valor y compré los billetes.

¡Qué cambio! Desde la comodidad de comprar los billetes tranquilamente desde el ordenador, coger el autobús en Méndez Álvaro, casi a la puerta de casa, hasta el hecho de poder ir viendo una película tranquilamente y que en menos de dos horas estaba en Olmedo. De hecho, ni me enteré del atasco que siempre había en la A6 porque cada vez hay menos atascos (y mira que había viajado veces a Galicia con el coche y lo recordaba como un infierno). Allí ya me recogió Alberto y lo primero que hizo fue llevarme a cenar, con la sorpresa de que había avisado también a nuestro amigo Juan que estaba viviendo en Logroño y al que hacía años que no veía. Risas, alguna que otra lagrimilla y una botella de buen vino de la tierra junto a un lechazo que nos comimos y que nos hizo recordar aquellas andanzas que tuvimos años ha estudiando. Después de la sobremesa (que la alargamos bastante en el restaurante, al calor de la chimenea que tenían) nos fuimos tranquilamente a descansar, después de pasear por la muralla y contarnos la historia del Caballero de Olmedo, transportándome mi imaginación hasta el siglo XVII, espadas, honor, cuitas y conspiraciones. Esa noche soñé con duelos de espadas…

Al día siguiente nos íbamos a subir a Valladolid… pero eso os lo cuento otro día ;)